Los babilonios divinizaron la tierra, ríos, montañas, viento; sobre todo, a los astros, donde según ellos moraban los dioses más terribles.
En los primeros tiempos de Súmer y Acad cada una de las grandes ciudades de la mesopotamia tuvo dioses particulares. Cuando Babilonia dominó todo el territorio de Caldea, Marduc fue el principal dios y se impuso a los anteriores, de los tiempos de Súmer y Acad que eran dos poderosas trinidades, la primera, Anu (el cielo), Entil (el aire) y Ea (el agua); la segunda, Sin (la luna), Shamash (el sol) e Ishtar (Venus), esta última, diosa de la belleza, del amor y la fecundidad.
Al dios Marduc se le consideró como hijo de Ea y se le rindió culto como rey de los dioses, siendo este dios el que intervino en la formación del mundo.
Antes de nacer los dioses, solo existía el Caos, Tiamat, quien en un día, cansado del desorden, engendró a los dioses y estos crearon el cielo, la tierra, el mar y los hombres para que les sirvieran.
El Caos se arrepintió de su obra y para destruirla, luchó contra los dioses, quienes lo vencieron, gracias a la intervención de Marduc, quien mató al Caos. Después Marduc reunió a una asamblea de dioses y fue reconocido como jefe. Marduc residía en el planeta Júpiter.
Los babilonios creían que cada hombre tenía un genio protector que lo acompañaba siempre, que cumplía su compromiso con los dioses. De lo contrario, el genio se retiraba y el dios agraviado le mandaba un demonio que se introducía en el cuerpo y lo torturaba. Para librarse del demonio, los hombres podían acudir a los magos, quienes lo ahuyentaban por medio de palabras, gestos y ciertas fórmulas. Para precaverse del demonio, los babilonios usaban amuletos protectores.
Los muertos se iban al lado de Nergal, dios del país de donde no se vuelve, rodeado de murallas y protegido por guardianes. El cadáver se enterraba debajo de una de las habitaciones de la casa y todos los meses los parientes le ofrecían sacrificios para evitar que se convirtiera en un demonio.