Leyenda salvadoreña
Chasca era la diosa de los pescadores. Salía en la Barra de Santiago, en las noches con luna, remando sobre una canoa blanca. La acompañaba Acayetl, su amado. La pesca abundaba en esas noches.
Fue en un tiempo lejano. En la Barra vivía Pachacutec, un viejo rico, pero cruel. Tenía una hija, llamada Chasca, quien era muy bella, la que prometió en matrimonio al príncipe Zutuhil.
Un día, Chasca, conoció a un pescador que vivía en la isla del Zanate, era un apuesto mancebo, llamado Acayetl. Se enamoraron y amaron.
Pachacutec se opuso a ese amor; sin embargo, todos los días, cuando el sol abría los ojos tras la montaña, Chasca escapaba de la choza, situada en un bosque de guarumos, y se iba a la playa, donde Acayetl desde su balsa le cantaba canciones.
Una mañana fue triste. La poza del Cajete amanecía dorada por el sol. Un viento frío que se arrastraba raspando los piñales vecinos, olía a mezcal. Triste y fría, triste y callada; triste y solitaria, así estaba la poza del Cajete.
De pronto una canoa apareció. Era Acayetl, corría, ya se acercaba a la playa, cuando entre los juncos de la orilla, un hombre oculto disparó una flecha. Era un enviado de Pachacutec. El pescador cayó muerto.
Cuando el mar se estaba poniendo rojo, un mujer gritó en la playa; era Chasca. Corrió loca en su dolor. Poco después volvía con una piedra atada a la cintura y se lanzó al agua. El mar tiró sus olas sobre el cuerpo de la virgen.
Cuando Pachacutec murió era una noche de luna. En esa anoche apareció por vez primera Chasca, en su canoa hecha de madera blanca, al lado de Acayetl.
En el paisaje de arena y sal, sobre el fondo negro del monstruo que se agita, a la luz serena de la luna llena, Chasca con su vestido de plumas, es la eterna nota blanca de la Barra.
Aún se le recuerda:
Pescador, salió la luna,
desenvuelve tu atarraya:
esta noche es de fortuna,
pues ya viene,
la hermosa canoa blanca.
Nada temas, Chasca es buena,
no hay quien sea como Chasca
que le quita a uno la pena
cuando sale
en su gran canoa blanca.